Rendir cuentas de nuestros actos.

Llegado el momento de la muerte, todos rendimos cuentas de la vida que nos fue entregada. Junto con la vida también nos entregaron variados “dones” que son nuestras fortalezas y nuestro tesoro. El mayor de los tesoros que nos dan es la capacidad de amar… ese es el trozo de Dios que todos tenemos y que sólo algunos son capaces de desarrollar. Ya al final de nuestros días o cuando de pronto nos encontramos con la muerte, es el momento en que revisamos lo que hicimos con la vida y los dones que nos dieron. ¿Somos todos capaces de decir que hemos actuado con amor, con bondad y no tenemos culpa pendiente? ¿Podemos afirmar con vehemencia que fuimos capaces de amar?

Un hombre por razones de la vida fue hosco, poco atento, solitario. Jamás tuvo un acto bondadoso ni se relacionaba con los demás, por lo tanto no tuvo familia. Era mal genio y mezquino, jamás regaló una sonrisa. En su soledad y caminando hacia otro pueblo llegó a una parte casi desértica, el sol pegaba fuerte y muy sediento encontró un pozo donde emanaba agua, a un costado del pozo yacía casi muriendo por la deshidratación un pequeño perro de color oscuro que no alcanzaba el agua para poder beber. Como pudo, el hombre se inclinó sobre el pozo y con dificultad sacó agua en su sombrero para beber, bebió toda el agua que pudo y también refrescó su cuerpo, el pelo y sus ropas. Posteriormente, volvió a sacar más agua en el sombrero y se la puso cerca del hocico al pequeño perrito, este bebió poco a poco y finalmente recuperó sus fuerzas.

El hombre siguió su camino. Un día este hombre murió y para su sorpresa llegó a una larga escalera por la cual tuvo que subir hasta un enorme salón, donde había más personas. De pronto lo llamaron por su nombre y fue conducido a una sala donde estaba el Gran Tribunal, allí el hombre se encontró con un Angel Malo que presuroso le puso grilletes y cadenas para llevárselo. El hombre tuvo miedo. De pronto, alzó la voz un Angel Bueno para pedir explicaciones por el hombre que se llevaban con tanto apuro y encadenado, pidiendo que lo subieran a la Balanza del Bien y del Mal. Subieron al hombre en la balanza y ésta se inclinó hacia el mal. Apurado el Angel Malo volvió a poner las cadenas y grilletes al hombre para llevárselo. Nuevamente el Angel Bueno, pedía calma para revisar la Balanza del Bien y del Mal y recriminaba al Angel Malo por el apuro, el que reclamando quería llevárselo a toda costa.

De pronto, el Angel Bueno divisó a lo lejos un pequeño bulto de color oscuro que se acercaba corriendo velozmente y dijo: Parece que alguien más tiene algo que aportar acá, esperemos a ver quién se aproxima. Poco a poco se fue divisando con mayor claridad la silueta de un perrito que venía a gran velocidad, llegó corriendo a la balanza y para sorpresa de todos en su hocico traía un sombrero con agua. Presuroso el perrito puso el sombrero con agua sobre la balanza en el costado de las cosas buenas, la Balanza del Bien y del Mal se inclinó con fuerza al lado de las cosas buenas y el hombre no pudo ser llevado por el Angel Malo, el cual rezongando le sacó las cadenas y grilletes y lo dejó en manos del Angel Bueno que lo llevó al lugar donde descansan los hombres bondadosos.

Mi abuela y mi madre cuentan esta fábula como una forma muy  grata que nos habla de nuestros actos. Con la simpleza de sus palabras y desde la infancia más temprana se puede enseñar la bondad, el amor, el perdón, la misericordia, se puede enseñar a valorar las cosas sencillas así como también a comprender lo que es la empatía: el ponerse en el lugar del otro.

Esos actos de bondad y de amor que son tan necesarios para poder rendir cuenta de los dones que recibimos, de las capacidades que tenemos para entregar amor y de la certeza de la muerte en sus dos caminos: la gloria y el perdón en los brazos del Amor o la muerte miserable y triste en manos del mal.
MaLaGeNtE

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